viernes, 9 de noviembre de 2007

Cuento: Cincuenta centímetros

Siempre había llevado una vida recta, sin dobleces. En mi trabajo, ésa era una cualidad imprescindible. Y yo era la mejor. Al menos sobre el papel. No en vano llevaba más de treinta años siendo el apoyo de aquellas manos temblorosas, cuyos dedos recuperaban mágicamente el pulso firme de su juventud cuando, como una prolongación de sus extremidades, iniciábamos un nuevo proyecto juntos.

Fui testigo del lejano nacimiento de aquel estudio de arquitectura, Alberto&Asociados. Su larga carrera de éxitos había comenzado exactamente el día en que él, recién licenciado, entró en aquella tienda especializada y decidió que saliésemos juntos de allí. Desde entonces, se había ido pegando a mi piel, como un tatuaje invisible, el recuerdo de las miles de líneas que la imaginación de Alberto había convertido en edificios, museos, fábricas.... Bastaba que me tomara entre sus manos para que me sintiera útil. A veces, sentado ante su mesa de dibujo, me miraba sin verme, me acariciaba sin tocarme, absorto, dando suaves golpecitos con su lápiz sobre mi espalda mientras hurgaba distraídamente en su nariz a la búsqueda de inspiración. Como si su dedo quisiera usar aquel angosto pasillo para atrapar las musas que, jugando al escondite entre los pliegues de su cerebro, le hurtaban aquella idea genial que siempre le había dado un toque mágico a cada uno de sus proyectos.

Aquel fatídico día llegó al estudio con aspecto cansado. Bajo sus ojos, la cara oculta de dos medias lunas gritaban con su silencio lo que era evidente. Otra noche sin dormir. Y ya era la tercera. Se dejó caer en el taburete, apoyó los codos sobre su mesa de dibujo y me miró. De repente, cambió la expresión de su cara, la ira se asomó al balcón de sus ojos haciendo aspavientos, me cogió con una mano y me estrelló violentamente contra el brazo del viejo flexo. Mis cincuenta centímetros de veteranía quedaron reducidos en un instante a dos trozos de plástico de alta calidad. En uno de ellos aún se podían apreciar, medio borrados por el paso del tiempo, dos caballeros medievales en plena lucha sobre las palabras Faber-Castell. Y allí quedé, tirada en el suelo, rota e inservible. Sin saber por qué.


4 comentarios:

Reyes dijo...

Alucinante!!!
Yo que también paso horas sobre un tablero he llegado a cogerle cariño a mis útiles.
De las cosas más bonitas que he leido en este mágico mundo de los blogs.
Guardo como oro en paño mi juego de reglas de la época estudiantil solo por eso, para el trabajo uso otras, las primeras me enseñaron todo lo que se.
De nuevo, gracias, un texto hermosísimo.

Er Tato dijo...

¡Vaya! Pues muchas gracias. Tengo que reconocer que el comentario es mejor que el cuento. Al menos a mí me ha gustado más.

Cuando uno escribe algo, lo más que espera es que al menos alguien lo lea. Si además gusta, ya ha comido uno para una semana. Pero si le dicen ¡alucinante! y que es de las cosas más bonitas que ha leído en un blog, aparte de asumir que sólo es una forma de hablar, se queda uno sin palabras, así que tú serás la culpable si no escribo más cuentos.

Un beso

Reyes dijo...

Es que en este caso no es una forma de hablar, es que es alucinante.
Yo, a veces, esperándo la inspiración o sencillamente pensando sobre algo del dibujo, suelo acariciar la regla, o darle vueltas.
Para los dibujantes es algo vital.
Y te digo lo que Robert Redford le decía a la baronesa, en mi archi vista "Memorias de Africa", que sus cuentos eran magníficos, incluso la animaba a publicarlos, con lo cual, NI SE TE OCURRA DEJAR DE ESCRIBIR COSAS TAN ALUCINANTES.
Mil besos, Faber Castell.

el aguaó dijo...

Estoy con la Dama en todas y cada una de sus palabras: genial. Y por favor, no dejes de crear estas criaturas tan agradables.

Un fuerte abrazo mi querido Tato.