Un día, como siempre andaba corriendo tras el tiempo sin atraparlo, le pedí a mi hermano que en sus ratos libres se encerrase en su cuarto, leyese en voz alta el libro de Introducción al Derecho y lo grabase. Para hacer la prueba, durante toda una semana me puse los auriculares en cuanto me levantaba y no me los quitaba hasta que caía rendida en la cama. En el metro, por la calle, en el trabajo mientras fregaba los suelos de las oficinas o las escaleras, en el almuerzo, en el gimnasio. Después recopilé todas las preguntas relativas a esa materia que habían aparecido en las oposiciones de los últimos treinta años y me puse manos a la obra. Las clavé todas. Y sin hincar un sólo codo. Al día siguiente le entregué a mi hermano los diez libracos, casi once mil quinientas páginas, para que los convirtiera en verbo y los encerrase bajo llave en el emepetrés.
Dejé mi trabajo. Durante los dos años siguientes, aquel pepitogrillo sabihondo se convirtió en un apéndice más de mi cuerpo. Apenas hablaba con nadie, ni leía, ni veía la televisión, ni salía con mis amigos..... Ni siquiera pisaba ya mi adorada biblioteca. Sólo escuchaba una y otra vez aquellos libros que la voz de mi hermano había desintegrado para recomponerlos en una eterna sucesión de segundos, minutos, horas. Muchas horas.
Llegó el esperado día. Repartieron los folios con las preguntas y me dispuse a contestarlas con la estúpida arrogancia de quien se sabe invencible. Cuando posé mi mirada sobre el papel, pensé que aquello debía ser una broma de mal gusto. Miré a mi alrededor y todos estaban ya escribiendo a destajo en sus respectivos exámenes. No entendía aquellos símbolos tan raros. Ni siquiera era capaz de escribir mi nombre en la cabecera. Una serpiente de angustia comenzó a subir por mi pecho hasta enroscarse en mis cervicales. Como un cilicio que traspasaba mi nuca para abrazar un cerebro a punto de estallar. El pánico, remojado en sudor frío, terminó empujándome con violencia contra la realidad. Lo peor no era suspender el examen. Tampoco haber encerrado entre absurdos paréntesis dos años de mi vida. El drama era que había perdido, quién sabe si para siempre, la llave de aquellas mágicas puertas que me habían permitido, antes de aquella locura, vivir otras vidas desde el viejo sillón orejero que dormitaba en un rincón de mi modesta biblioteca. No reconocía las letras. Ya no sabía leer.
(Para Reyes, dama de sevillano nombre, con afecto. Espero que la dedicatoria no tenga derechos de autor)