¿Recuerdan el federalismo asimétrico de Maragall? Sí, ese que reclamaba que unas regiones, naciones diría él, tuvieran más competencias que otras por razones históricas. Claro que él comenzaba la historia donde más le convenía. Junto con ese discurso, tan extraño en boca de un socialista, también puso de moda el término "balanza fiscal regional", entendida como la diferencia entre el gasto público estatal realizado en una región y los impuestos estatales recaudados en la misma. De esta forma, una balanza fiscal negativa significaría que esa región aporta más de lo que recibe y viceversa.
El cálculo de la balanza fiscal de una región es una cuestión técnicamente compleja y, lo que es peor, obliga a adoptar unos presupuestos metodológicos subjetivos que arrojan resultados dispares. Entre las decisiones que es preciso tomar antes de efectuar el cálculo de esta magnitud, figuran aspectos tales como el horizonte temporal a contemplar, a quién atribuir el pago de determinados impuestos o cómo contabilizar determinados gastos públicos. Como veremos más adelante, la posición que se adopte frente a estas tres cuestiones puede ser determinante para las conclusiones finales. Además, una vez realizado el cálculo aparecen en el horizonte los dos asuntos más importantes y polémicos: la interpretación objetiva del resultado y el análisis político respecto del mismo.
El primer asunto a dilucidar es qué periodo tomamos para el cálculo de la balanza fiscal ¿nos remontamos cinco años atrás?¿50?¿100? Hay que tener en cuenta que una balanza fiscal negativa en la actualidad puede ser el resultado de inversiones y protecciones estatales en periodos anteriores, en los que esa balanza tenía un saldo positivo.
El segundo problema consiste en definir qué territorio ha soportado la carga fiscal, qué región ha pagado realmente los impuestos. Dentro de los impuestos directos, el caso del IRPF parece bastante claro, pues son los residentes en la región los que la soportan. En el caso del Impuesto de Sociedades la cuestión se complica, porque el beneficio, que se aproxima a la base imponible del impuesto, se puede haber generado en una región distinta de donde está el domicilio social de la empresa, que es donde tributa. Por ejemplo, el grupo El Corte Ingles, cuyo beneficio nadie duda de que se genera en todo el país, tributa en Madrid. Respecto de los impuestos indirectos, tanto en el IVA como en los impuestos especiales ocurre algo parecido: la recaudación obtenida por las empresas está centralizada en su sede social, mientras que los consumidores están distribuidos por todo el territorio. Por tanto, dependiendo de la solución que se adopte para "territorializar" estos ingresos, el resultado de la aportación fiscal de cada región será distinto.
Por el lado del gasto existen problemas semejantes. En muchos casos hay que distinguir el lugar donde se realiza el gasto (enfoque del impacto monetario del gasto), del lugar donde residen los beneficiarios del gasto (enfoque del beneficio del gasto). Por ejemplo, si creamos en Madrid un centro de investigación sobre el alzheimer, con el primer criterio atribuiremos el gasto a la Comunidad de Madrid y con el segundo deberíamos distribuirlo proporcionalmente según algún criterio razonable (proporción de personas mayores en cada región, esperanza de vida por región, etc...). Un problema adicional surge cuando hablamos de inversiones en lugar de gasto corriente. Si la inversión beneficia a varias regiones (AVE, obras hidráulicas....) ¿en qué cuantía se imputa el gasto a cada una de ellas?¿se asigna en un sólo ejercicio o debería distribuirse en varios en función de la vida útil de la inversión?
Otro problema aparece cuando el Estado tiene un déficit (gasta más de lo que ingresa) o un superávit. Imaginemos que el Estado gasta más de lo que ingresa, cubriendo el déficit mediante cualquier instrumento financiero (letras, bonos....). En ese caso, es posible que todas las balanzas fiscales regionales fuesen positivas (reciben más de lo que aportan) porque lo que reciben de más lo ha "recaudado" el Estado mediante deuda. Por el contrario, si el Estado tuviera superávit, es probable que muchas balanzas fiscales regionales fueran deficitarias. Sin embargo, el signo de las balanzas fiscales en estos casos carecería de significado. Hay mecanismos contables para corregir este efecto pero, una vez más, según el criterio elegido por el investigador de turno, los resultados serán diferentes.
Las dificultades para el cálculo de las balanzas fiscales regionales son incluso superiores a las que he esbozado en este resumen. No obstante, pudiendo cuestionarse la magnitud e incluso el signo de las balanzas fiscales según quién y para qué las calcule, parece razonable esperar que las comunidades ricas tengan balanzas fiscales negativas y las más pobres positivas. Incluso aunque el sistema impositivo fuera proporcional y no progresivo, bastaría con que se hiciera un reparto per cápita del gasto público igualitario para que se cumpliese la afirmación anterior, ya que recibiendo el mismo gasto, aportarían más las más ricas.
En la tabla 1 se puede comparar el PIB per cápita por regiones junto a la balanza fiscal per cápita calculada como promedio del periodo 1991-1996. En la tabla 2 (fuente: De la Fuente y Vives) se muestra la financiación territorial por habitante como promedio del periodo 1990-1997.
Algunas reflexiones a la vista de estos datos. ¿Que haya balanzas fiscales positivas y negativas es malo?¿Lo correcto es que las balanzas fiscales estén equilibradas?¿Es justo que las comunidades forales, situadas en 4º y 5º lugar según su PIB per cápita, reciban el mayor gasto público per cápita con mucha diferencia respecto del 3º?
En mi opinión, las balanzas fiscales sólo son un arma arrojadiza utilizada por políticos miserables que gestionan regiones ricas. Solicitar el equilibrio de las balanzas fiscales significa condenar a las regiones más desfavorecidas a seguir siéndolo, además de negar al gobierno central el ejercicio de las competencias redistributivas que la Constitución le reconoce y le exige. Por otro lado, la tabla 2 pone de manifiesto la tremenda injusticia que supone el sistema foral.
Olvidan nuestros políticos que los que aportan los recursos y los perceptores de las prestaciones y servicios públicos son los ciudadanos y no las comunidades autónomas. La redistribución territorial no es un fin en sí mismo, sino la consecuencia de la redistribución de la renta personal. La equidad consiste en que dos personas con iguales obligaciones tributarias tengan garantizada de forma efectiva la igualdad de acceso a los servicios públicos, independientemente de la autonomía donde resida.
Otra cuestión bien distinta es la urgente necesidad de reformar algunas cuestiones relativas a la financiación autonómica y a los instrumentos de redistribución de la renta, buscando mecanismos que fomenten la corresponsabilidad fiscal de los gobiernos autónomos y eviten que el exceso de protección del Estado "atonte" al ciudadano creando verdaderos parásitos del sistema.
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