Aún no había llegado nadie. Ni siquiera el terapeuta. Me agobiaba cuando era el primero en llegar y encontraba aquel salón vacío, con un semicírculo de mesas y sillas solitarias en el centro y varios fluorescentes haciendo guiños a mi tragedia. Bueno, a la que había sido mi tragedia hasta hacía dos meses. Por culpa de mi adicción había perdido familia, trabajo y amigos. Amigos de los normales, porque de los otros, de los que compartían tormento conmigo, tenía muchos. Pero no era lo mismo.
Un día, el único amigo normal que aún me aguantaba, quizás porque en una ocasión le salvé el pellejo impidiendo que un virus en su ordenador le estafara cuarenta mil euros de su cuenta corriente, me habló de la asociación. Recuerdo que le dije que me dejara en paz, que era incapaz de vencer mi adicción y que además no quería hacerlo. No quería quedarme vacío. No quería perder lo único que le daba ya sentido a mi vida. Lo había perdido todo y no quería desprenderme también de aquellos breves e intensos momentos de felicidad que obtenía varias veces al día, cuando estallaba en mil pedazos el sinsentido en que se había convertido mi existencia para recomponerse fugazmente como un mágico zigurat. No entendía cómo unos pocos fogonazos de ilusión diarios podían hacer soportables los somnolientos días y las insomnes noches. Pero así era, un día y otro. Su insistencia, que nunca agradeceré lo suficiente, y mis ya escasos cuarenta kilos de peso a pesar de mi metro ochenta, me animaron a intentar salir de aquella bruma permanente.
Tras dos meses de terapia diaria, allí estaba yo, esperando el inicio de mi última sesión. Una sonrisa, casi una mueca, se abrió paso a codazos entre la melancolía de lo vivido y la esperanza del porvenir, mientras recordaba con cierto pudor mi primer día. Se había fijado en mi memoria como la típica escena de alcohólicos anónimos en una vieja película. Inolvidable y espeluznante. Me encontraba de pie, rodeado de una treintena de personas que me observaban como suplicándome que les devolviera la mirada que algún día perdieron. No sabía qué hacer, así que tiré de guión, dije mi nombre y pronuncié tras él la frase que todos esperaban escuchar. Los nervios debieron impedirme vocalizar bien, a la vista del interrogante en que convirtieron sus muecas, y tuve que repetirlo. Tras un embarazoso silencio, el terapeuta preguntó, todo amabilidad, ¿Que eres drogadicto, dices? Me dio un vuelco el corazón. Compararme a mí con esa basura, con esos desgraciados, con esos débiles mentales. ¿Acaso tenía yo pinta de drogadicto? ¡Por supuesto que no soy drogadicto!, exclamé indignado alzando la voz. ¡Mi nombre es Juan Velázquez y soy blogadicto!¡Blo-ga-dic-to! repetí a grito limpio. ¡Ah, de los raritos!, respondió uno de los de la mirada perdida, como si acabara de encontrarla junto con su dignidad. Y remató, escupiendo en el suelo con todo el desprecio del que fue capaz, con un ¡eso es en el cibercafé de la segunda planta!
4 comentarios:
No puedes verme, quizás sea el impedimento de este invento que mejora día a día, pero me he levantado y descubro mi cabeza ante tí.
Todos sufrimos esa enfermedad.
Magnífico. Cuanta razón lleva la amiga Glauca en su última entrada...
Un fuerte abrazo querido Tato.
Me encanta eso de la "bruma permanente".
Fantástico.
Curiosamente todo el fin de semana he estado reflexionando sobre lo imprescindible que se está volviendo esto de los blogs en mi vida.
Un besazo, tabernero.
Dios mío!...llevaba unos días de terapia jurando no escribir en otros blogs y sólo mirar el mío una vez al día cuando...va y me encuentro con esto. No me resisto: tengo que pulsar las teclitas...dejar algo, decir aquí estoy...lo he leído...estoy de acuerdo... ¡¡¡¡¡¡¡¡blogquiaaaaatraaaaaaaaaa!!!!! ¡Venga a salvarme....!
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