jueves, 31 de marzo de 2016

De donde no hay... (LXIX)



domingo, 27 de marzo de 2016

De leyendas urbanas y otras ignorancias

Ayer escuché varias veces en una tertulia televisiva a un miembro de Podemos, el señor Ramón Espinar para más señas, afirmar que más de la mitad del PIB corresponde a rentas del capital y que, sin embargo, tres de cada cuatro euros de ingresos públicos proceden de las rentas del trabajo. Lo dijo Espinar como lo podía haber dicho, y de hecho lo dicen, Pedro Sánchez el intermitente, alguno de los hermanos Garzón o cualquier sesudo informe de CCOO o UGT.

Ya sabemos que usar la Contabilidad Nacional para apuntalar la clásica cantinela marxista de la explotación del trabajador a manos del malvado empresario vende mogollón, pero de quienes llegan a la política pretendiendo exhibir decencia, transparencia y rigor cabría esperar algo más de todo eso de lo que presumen. O al menos de aquello último.

Empecemos con un poco de culturilla macroeconómica en la que intentaré no ser demasiado técnico ni aburrir en exceso al personal, pero que es imprescindible para entender la falsedad de esa afirmación sobre el reparto de la tarta del PIB entre asalariados y propietarios del capital. El PIB es el valor final de todos los productos y servicios que se producen en un país por sus residentes en un determinado periodo de tiempo, normalmente un año. Puede expresarse en diversas unidades, aunque lo normal es que se haga a precios de mercado, y puede calcularse por distintas vías.

Por la vía de la demanda, sumando el consumo privado, las inversiones, el gasto público, las exportaciones y restando las importaciones. De esta forma, todo lo que se haya producido en el país, o lo han comprado los consumidores finales -familias, administraciones públicas...-, o lo han comprado las empresas -inversiones en equipamiento, bienes inmuebles, existencias no vendidas...-, o lo hemos exportado a otros países. Pero como también hemos comprado bienes y servicios no producidos en el país, para el cálculo final debemos restar del consumo total esos bienes y servicios, es decir, las importaciones.

Por la vía de la oferta, es decir, calculando el valor final de lo que se ha producido en cada uno de los sectores productivos.

Y finalmente, por la vía de la distribución de rentas, es decir, comprobando a quiénes han ido a parar los ingresos procedentes de la venta de esos bienes y servicios: asalariados, empresas e impuestos netos indirectos.

Obviamente, el resultado final debe ser el mismo con independencia del método que empleemos, pues la diferencia entre usar uno u otro radica únicamente en que se nos muestra una fotografía del mismo objeto tomada desde distintos ángulos.

La afirmación que hacía el señor Espinar en ese debate se refería precisamente a esta última forma de presentar el PIB, que para 2014 arrojó los valores del cuadro. Pueden consultar el PIB, calculado por los tres métodos y para varios años aquí.




Como se puede ver, lo que el señor Espinar denomina rentas del capital o beneficios -después veremos que el excedente de explotación bruto no se corresponde con las rentas del capital-, no sólo no supone más de la mitad del PIB, sino que ni siquiera llega al 43%. Ojalá fuera ese el único error cometido, pues en tal caso no pasaría de ser un pequeño error de cálculo que no invalidaría sus conclusiones de que las rentas del capital no pagan suficientes impuestos. Pero no, su error va más allá porque es un error de fondo, de concepto, de ignorancia o, en su defecto, de indecencia y deshonestidad intelectual.

¿Y por qué? Porque las rentas del capital, los beneficios de las empresas, no coinciden ni de lejos con el excedente bruto de explotación. Lo que en la Contabilidad Nacional se denomina "Excedente de explotación bruto/Renta mixta bruta" es la suma, entre otros conceptos, de los beneficios de las empresas -que es la magnitud a la que se pretendía referir el señor Espinar y todos los que, como él, ignoran o manipulan los datos-, más los intereses que deben pagar los empresarios por los préstamos recibidos, más las amortizaciones de sus bienes de equipo o consumo de capital fijo, más los beneficios de las empresas públicas, más las rentas imputadas a los propietarios de viviendas -sí, han leído bien, el PIB incluye el valor teórico de autoalquilarse la propia vivienda-, más los ingresos de los autónomos...

Por tanto, si queremos comparar renta de los asalariados y renta de los empresarios, no podemos usar directamente la magnitud que figura en la Contabilidad Nacional como "Excedente de explotación bruto/Renta mixta bruta", en adelante EBE, sino que habrá que corregirla restando todo lo que no es renta empresarial.

¿Y eso cómo se hace? Buena pregunta. Sobre todo teniendo en cuenta que el EBE no se calcula midiendo cada uno de sus componentes por las dificultades de su medición, sino por diferencia entre el PIB y las otras dos magnitudes -remuneración de asalariados e impuestos netos sobre la producción-, que sí son fácilmente medibles. Hay quienes estiman el consumo de capital fijo en unos 200.000 millones y las rentas de alquiler imputadas en unos 100.000 millones, lo que arrojaría una cifra de unos 146.000 millones, más próxima ya a los beneficios empresariales, pero de la que habría que restar aún las rentas de los autónomos, los beneficios de las empresas públicas y últimamente las actividades de prostitución o drogas, entre otras magnitudes. Es probable, pues, que los beneficios empresariales no superen el 13% del PIB.

Podríamos realizar otros ejercicios teóricos para aproximarnos al cálculo de los beneficios empresariales partiendo de otras fuentes de datos, como la Central de Balances del Banco de España, la Agencia Tributaria o multitud de trabajos de investigación de especialistas en la materia, pero uno de los objetivos de este artículo -demostrar que los beneficios empresariales están muy lejos de suponer más del 50% del PIB-, ya se ha cumplido con creces, así que no merece la pena seguir aburriendo al personal con más datos.

Otra de las leyendas urbanas que también conviene desmentir es que las rentas del capital están sometidas a un tipo impositivo menor que las rentas del trabajo, afirmación que casi siempre acompaña al discurso anterior con la intención de demonizar al empresario y santificar al trabajador. Esta leyenda se alimenta del erróneo y permanente runrún de que los beneficios empresariales sólo son gravados por el Impuesto de Sociedades, olvidando que tales beneficios son gravados dos veces, una con el citado impuesto, y otra con el IRPF, cuando los beneficios que restan tras el pago del Impuesto de Sociedades son repartidos a los accionistas. Ilustrémoslo con un sencillo ejemplo.

Imaginemos una pequeña empresa que facture 500.000 euros al año con un beneficio neto antes de impuestos de 25.000 euros. Esa empresa pagará por impuesto de sociedades 6.250 euros, suponiendo un tipo nominal del 25% y sin otras deducciones. Si los accionistas quieren retirar esos beneficios, pagarán a su vez por IRPF un 21% de los 18.750 euros restantes, es decir, otros 3.937,5 euros. El resultado es que el empresario ha pagado por las rentas empresariales obtenidas un 40,75%. ¿Algún asalariado con unos ingresos brutos de 25.000 euros al año paga un 40,75% de IRPF?

No sé cuántos habrán llegado hasta aquí y lamento realmente que sean necesarios tantos párrafos, tantas palabras y tantos datos para desmentir lo que con tanta facilidad, apenas dos frases, cala en el imaginario colectivo.

La culpa no es el ciudadano, que no tiene por qué convertirse en un especialista en Economía o en Derecho, sino de la indecencia intelectual de nuestros políticos. Ayer era el señor Garicano, hoy el señor Espinar y mañana será cualquier otro.

En cualquier caso, me conformo con que este tipo de entradas consigan que algunos de los parroquianos que me leen sean críticos por principio con las cosas que les escuchan a nuestros políticos, que no se las traguen sin contrastarlas con otras fuentes, porque el sectarismo es una de las peores enfermedades de nuestra democracia.


miércoles, 9 de marzo de 2016

De la política y otras enfermedades de transmisión intelectual

Cuando uno escucha a un economista que echó los dientes en un determinado partido, léase los hermanos Garzón sin ir más lejos, uno sabe ya a qué atenerse. Pero cuando un economista, hasta hace bien poco brillante e independiente, se pone al servicio de una ideología y está dispuesto a manipular la realidad para defenderla, uno empieza a pensar que para entrar en política debe ser requisito indispensable dejarse la honestidad intelectual colgada del perchero antes de salir de casa.

Que conste que no se es peor ni mejor economista por defender que se deben subir o bajar los impuestos. No, no es eso lo que me parece indecente, sino mentir para justificar una u otra postura. Y hacerlo a sabiendas. Porque quien ha dicho lo que ha dicho sabe perfectamente que es mentira que las empresas que hacen operaciones internacionales estén pagando un 5% de impuestos. Hasta tal punto lo sabe, que ha matizado, como quien no quiere la cosa, que las que pagan eso son aquellas que hacen operaciones internacionales.

"Los impuestos españoles son unos impuestos con unos tipos muy elevados pero con muchísimos agujeros. Son como un queso gruyer en los que al final termina pagando una empresa grande con operaciones internacionales un 5% cuando el tipo es cinco veces mayor". Eso dijo ayer el señor Garicano en una entrevista radiofónica que pueden escuchar entera aquí.

Pues no, señor Garicano, usted sabe perfectamente que las grandes empresas internacionales no pagan un 5% en el Impuesto de Sociedades. Y además, no es necesario mentir para defender una subida del tipo efectivo, que yo no comparto, pero cuyo planteamiento es legítimo. Claro, que es posible que la política le fría a uno las neuronas e incluso la honestidad. A lo mejor no le vendría mal echarle un vistacillo a lo que contábamos por la taberna el verano pasado. Que uno no da clases en la London School of Economics, pero tiene su puntito...


sábado, 5 de marzo de 2016

Hágase la luz...

A veces, muchas veces, demasiadas veces, la ignorancia de nuestros políticos cuando no el ansia de aparentar que protegen a los más débiles, les hacen tomar decisiones que se revuelven contra los pretendidos beneficiados como un boomerang.

Aquel fantástico, a la par que poco leído por lo que se ve -y por lo que no se ve-, ensayo de Frédéric Bastiat denominado precisamente "Lo que se ve y lo que no se ve", cuya lectura ha sido ya recomendada en varias ocasiones por esta taberna, debiera ser libro de cabecera para cualquier político que aspire a organizar la economía a golpe de leyes arbitrarias y aparentemente solidarias. Y también para cualquier ciudadano que aspire reconocer la mercancía averiada antes de adquirirla con ingenuo entusiasmo.

Viene esto a cuento de lo que la alcaldesa de Barcelona pretende hacer con los precios de alquiler de vivienda y, de paso, con la libertad de sus parroquianos: controlarlos. Lo que se ve, que no suban los precios, y lo que no se ve, agravamiento de los desequilibrios que se pretenden solucionar. Y como hay quienes lo explican mejor que yo, ahí llevan un análisis de lo que no se ve. Para que vean.


viernes, 4 de marzo de 2016

Dudas existenciales (XXXVII)

Que la infanta Cristina se niegue a contestar las preguntas que le haga cualquiera que no sea su abogado no dice demasiado de su inocencia. Tiene derecho, sin duda. Como cualquier otro ciudadano acusado de un delito. El problema es que ella no era cualquier otro ciudadano, aunque con su actitud lleva camino de convertirse en una cualquiera. ¿Acaso no tiene respuestas para las preguntas que le pudieran hacer? ¿A qué tiene miedo si es inocente? ¿O es que es culpable? Si lo es, se entiende su estrategia. Si no lo es, no es más que otra torpeza.


jueves, 3 de marzo de 2016

De la intención colectiva y otras gilipolleces

Uno escucha continuamente a los dirigentes políticos afirmar, casi siempre tras unas elecciones, que los votantes han querido que no haya mayorías absolutas y que han lanzado un mensaje claro en ese sentido. Como si los votantes fueran dueños de una materia gris y una voluntad colectivas. Pero sólo hay que preguntar a cualquier votante de cualquier partido si cuando votó, lo hizo con la intención de que su partido no obstuviese mayoría absoluta. 

Pues eso.