No les vendría mal a algunos un buen cóctel de Salvacolina o una buena dieta astringente para controlar las innumerables sandeces defecadas por ciertos personajes en las últimas semanas. Contra la diarrea mental de algunos, el estreñimiento como remedio. Pero hoy no voy a hablar de eso.
Y es que parece que a la vista de la escasez de ideas que asola últimamente mi taberna, el estreñido es un servidor. No es que falte material para escribir artículos, que lo hay a espuertas. Tampoco que me haya aburrido ya de cuidar este rinconcito de vinitos, viandas y libertad. Imagino que algún día de estos inundaré de nuevo el mostrador de tapitas y mosto nuevo, pero lo cierto es que de un tiempo a esta parte me da cierta pereza escribir.
A lo mejor son cosas de la edad, porque una tarde de hace exactamente cuarenta y cuatro años, mientras su madre escuchaba la radionovela de las ocho, este tabernero que les escribe decidió que ya era hora de verle la cara al mundo. Tanta prisa tenía, que no dio tiempo más que de llamar a la matrona. Así que nací en la misma casa y en el mismo barrio en el que me crié, mientras mi padre aporreaba las casas de los vecinos gritando ¡un machote, un machote!. Y acertó. Menos mal, porque en aquellos años, ser varón sin ser machote garantizaba una existencia desgraciada. De no ser por ese pequeño detalle, tampoco hubiera pasado nada si se hubiese equivocado, pero lo cierto es que acertó.
Dicen que era un niño muy guapo. Y también muy bueno. Ya saben, el amor maternal también es ciego. Al parecer, bastaba cualquier tontería para tenerme entretenido. Cuenta mi madre que me daba un trozo de hilo y me pasaba horas sujetándolo entre los dedos índice y pulgar de la diestra, mientras que con los mismos dedos de la siniestra lo recorría de una punta a otra. Después, ambas manos intercambiaban sus papeles. Como queriendo sacar por el extremo libre un nudo corredizo imaginario que desaparecía cuando el hilo acababa. Una vez. Y otra. A saber con qué estaría ocupado mi pensamiento mientras mis manos, llevadas por la inercia del primer empujón, repetían aquel mantra sin necesidad de más supervisión. Como una maniobra de distracción que pretendiera hacer creer a quien hubiese quedado a cargo de mi custodia, que aquella angelical criaturita tenía puestos los cinco sentidos en aquel absurdo juego.
Aún hoy sigo siendo capaz de mantener una conversación mientras mi cabeza anda en sus cosas. Eso sí, cuando mi mujer me pilla, lo que ocurre cada vez con más frecuencia, me llevo un rapapolvo de cuidado. Con toda razón. Y es que la edad no perdona.
Y como imagino los comentarios que seguirán a esta entrada, sólo añadir una cosa más. ¡Y que ustedes lo vean!
4 comentarios:
Gracias a tu taberna encontré otro lugar donde charlar.
Felicidades.
Venga,vale,date un descansito,pero no tardes mucho que como bien dices el patio está calentito y mas que se va a poner cuando los libertadores de la patria(politicos)digan todas las tonterias que tienen guardadas.Saludos y "palante"
Ya lo hice en su día. Y llego tarde ya... pero tu sabes que te deseo lo mejor.
Una buena jarra de agua fresca para ti y un fuerte abrazo.
Con un día de retraso, felicidades. Me apunto a las tapitas y al mosto nuevo.
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