Siempre he tenido serias dudas sobre la utilidad real de la Ley de Partidos. Ahora estoy convencido de que sólo sirve para debilitar aún más nuestra moribunda democracia.
Si una formación política, asociación, grupo de ciudadanos o reunión de amigotes profesa unas ideas que no nos gustan, que nos parecen inmorales o que, simplemente, resultan aberrantes, impedir que las expresen libremente ni es democrático ni es sano. No es democrático porque limita un derecho cuyo ejercicio no afecta a derechos de terceros. Y no es sano porque impide que, salvo los más rebeldes, los individuos manifiesten libremente sus ideas, su verdadera cara, y podamos todos conocer de qué pie cojea cada cual. Sin pudor ni cortapisas.
Si una formación política, asociación, grupo de ciudadanos o reunión de amigotes pone en práctica unas ideas que implican la comisión de un delito, hay instrumentos suficientes en nuestras leyes para impedirlo y castigarlo. Sin necesidad de crear una nueva ley que obligue, entre otras cuestiones, a sostener una determinada opinión para no ser ilegalizado.
La denominada Ley de Partidos sólo ha contribuido a politizar la justicia y deslegitimarla. Cuando se decide que un partido político sea o no legal en función de la oportunidad política de cada momento, la justicia pierde su independencia y su autoridad moral. Damos argumentos, ¡y qué argumentos!, a quienes no creen en el Estado de Derecho. Y lo grave es que no les falta razón. Después, como en el caso Juan María Atucha, usan ese agujero para echar toda su mierda.
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