jueves, 28 de febrero de 2008

Cuento: Mentiras piadosas

Me había propuesto hacerlo al menos una vez al mes. Conocía los riesgos y las dificultades. Era incapaz de mentir. Mi propia naturaleza lo impedía y sólo lo conseguí tras semanas de entrenamiento, sacrificio y perseverancia. La sinceridad más absoluta, sin fisuras, era la esencia de mi trabajo. No sería la primera vez que saltaba hecha añicos la brillante carrera de algún colega por no reflejar una imagen fiel de la situación del cliente.

En muchos casos, quienes acudían a nosotros en busca de ayuda se marchaban exultantes. Encantados con nuestro trabajo. Pero en otras ocasiones, la cara de tristeza y amargura con que se alejaban me partía el corazón. Un día escuché a un cliente comentar que una amiga se había quitado la vida tras los reiterados informes negativos de un colega. Al parecer, se despeñó por una profunda depresión. O algo así me pareció entender. En ese mismo instante decidí que, al menos una vez al mes, mentiría a aquellos clientes que se acercaran a mí con temor, con la mirada esquiva y triste, con la estima arrastrándose pesadamente tras ellos. Pequeñas dosis de felicidad efímera envueltas en mentiras piadosas.

La primera vez que lo hice, me asusté. Aquella adolescente, de minifalda imposible, gruesas piernas, cintura ausente y carne excesiva dio un respingo cuando me miró. Soltó un gritito agudo que ahogó rápidamente de un manotazo en la boca. Tan violento que casi convierte la ortodoncia en un piercing dental. Seguro que me descubren y se va todo a la mierda, me dije. Pero entonces abrió sus enormes ojos azules. Me miró en silencio durante un rato. De arriba a abajo. De abajo a arriba. Sonreía. Volvía a mirar. Giraba sobre sí misma. Volvía a sonreir. Finalmente me dió un beso y se marchó canturreando algo ininteligible. Me sentí bien. Muy bien. Al día siguiente volví a hacerlo. Y al siguiente. Y todos los demás. Lo que empezó como algo discreto y esporádico, se convirtió en inevitable. Todos querían que les atendiera. Hacían cola mientras mis colegas de planta bostezaban ociosos. Aquello había tomado un rumbo peligroso. Ya era público y notorio que algo extraño pasaba. Sólo era cuestión de tiempo que mis jefes ataran cabos.

Cuando vi llegar a los empleados de mantenimiento con un martillo, un contenedor y mi sustituto, supe al instante que estaba despedido. Al fin y al cabo, no era más que un simple espejo de probador con un contrato basura en unos grandes almacenes.


8 comentarios:

Juan Antonio González Romano dijo...

Qué bueno, Tato. Un último párrafo que reinterpreta todo lo demás. Epifanía lo llaman los críticos algo pedantes (valga la redundancia). Genialidad, lo llamo yo.

Anónimo dijo...

Ser espejo de probador... Me apunto. No siempre será agradable, bien es cierto, pero puede deparar momentos inolvidables.
Gran mentira, gran cuento. Enhorabuena, Tato.
(Juan Antonnio, el profe me habló muy bien de tu págiina. Ahora entiendo por qué...)

Er Tato dijo...

¡Vaya! No hay como invitar a un par de rondas en la taberna para conseguir aduladores, así que las palabras del profe no tienen demasiado mérito. Son interesadas.

Bromas aparte, gracias a ambos.

Saludos

Juan Antonio González Romano dijo...

Mientras las rondas sean virtuales, baratito te salimos, Tato...
Propongo que tú pongas las cervezas y vinos, Octavio el jamón que lleva por bandera y yo, tal vez, algunas gambas blancas de Huelva...

canalsu dijo...

Preguntando al espejo si lo correcto era decir "adolescente" o "adolescenta" había una bruja más ocupada en reinar que en reflejar la realidad.

Buen relato, Tato.

el aguaó dijo...

La genialidad es un privilegio que solo poseen los grandes. Enhorabuena. Ya echaba de menos tus cuentos.

Magnífico texto que deja un mensaje entre líneas.

Un fuerte abrazo querido Tato.

Er Tato dijo...

Gambita blanca y coquina de lengua sonrosada las que he comprado esta mañana. Tan frescas que he vuelto paseando y charlando con ellas desde el mercado de Isla Cristina hasta casa.

Esta noche, gambitas plancha, bandeja de coquinas y Privilegio del Condado fresquito a discreción.

Lo compartiría con vosotros, pero sólo he comprado un kilo de cada y ya somos cuatro.... Otra vez será.

Y ahora os dejo, que me llaman para irme a dar un paseo por la playa.

¡Mira que soy cabroncete....!

Un abrazo

Anónimo dijo...

Muy lúcido.

Saludos