Nunca me he sentido cómodo hablando bien de los muertos si no los conocí en vida. Tampoco soy muy amigo de alabanzas "prêt à porter". Me cuesta decir algo que no suene artificial y convencional en esos momentos en los que el dolor, el de verdad, el que permanece cuando se apagan los fuegos artificiales que salpican de épica lo prosaico, te aplasta el alma.
Cuando termina la fiesta, todos se marchan, muere el héroe y resucita el compañero, el padre, el amigo. Sólo quedan los vasos sucios por los rincones, los restos de la borrachera por el suelo y el regusto amargo de la resaca que te devuelve, con más brusquedad si cabe, a la cruel compañía de su ausencia. Ésa con la que tendrán que convivir el resto de su vida quienes conocieron y amaron a la persona, siempre más entrañable y valiente que el ídolo.
Echen un vistazo a la magnífica pluma de tres vecinos de esta humilde taberna: "En paz", "Un escalofrío" y "Puerta". Merece la pena.
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