No sé por qué tengo la sensación de que la alcaldesa del pueblo en el que hace años decidí pasar con mi familia el verano, algunos fines de semana y otros periodos vacacionales, está deseando que venda la casa que compramos con nuestros ahorros hace casi quince años, recoja los bártulos y me mude a otro municipio donde vean con mejores ojos a quienes llegamos de la ciudad para descansar y gastar nuestros dineros en disfrutar, pero también en crear riqueza y puestos de trabajo en el pueblo.
Quizás sea porque en mi calle hace ya tiempo que no funciona ninguna farola. O porque ha hecho todo lo posible para que sus magníficas playas perdieran la bandera azul que ondeaba años atrás. O porque ha subido los impuestos locales -IBI, basuras, tratamiento de residuos...-, una barbaridad. O porque ha puesto casi todas las calles del pueblo como zona azul, incluidas las calles cercanas a mi vivienda que está a las afueras del pueblo, obligándome no sólo a pagar más de cien euros al mes por aparcar en la calle, sino también a levantarme a la hora de la siesta para pagar el ticket o mover de sitio el coche. O porque ahora mismo, a las cuatro y media de la tarde, acaba de pasar el servicio municipal de limpieza con esos sopladores de hojas motorizados y un camión barredor justo a escasos dos metros de la mismísima puerta de casa para despertarme de la siesta con el corazón en un puño.
No sé. A lo mejor es que me he vuelto muy susceptible y la alcaldesa no tiene nada contra mí ni contra quienes habíamos decidido considerar su pueblo como nuestro segundo hogar. A lo mejor son sólo cosas mías. A lo mejor...
En fin, voy a intentar continuar la siesta ahora que el del soplador y el barrendero mecanizado han vuelto a pasar por mi puerta por segunda, y espero que última, vez.
¡Ah, el pueblo se llama Isla Cristina...!
Quizás sea porque en mi calle hace ya tiempo que no funciona ninguna farola. O porque ha hecho todo lo posible para que sus magníficas playas perdieran la bandera azul que ondeaba años atrás. O porque ha subido los impuestos locales -IBI, basuras, tratamiento de residuos...-, una barbaridad. O porque ha puesto casi todas las calles del pueblo como zona azul, incluidas las calles cercanas a mi vivienda que está a las afueras del pueblo, obligándome no sólo a pagar más de cien euros al mes por aparcar en la calle, sino también a levantarme a la hora de la siesta para pagar el ticket o mover de sitio el coche. O porque ahora mismo, a las cuatro y media de la tarde, acaba de pasar el servicio municipal de limpieza con esos sopladores de hojas motorizados y un camión barredor justo a escasos dos metros de la mismísima puerta de casa para despertarme de la siesta con el corazón en un puño.
No sé. A lo mejor es que me he vuelto muy susceptible y la alcaldesa no tiene nada contra mí ni contra quienes habíamos decidido considerar su pueblo como nuestro segundo hogar. A lo mejor son sólo cosas mías. A lo mejor...
En fin, voy a intentar continuar la siesta ahora que el del soplador y el barrendero mecanizado han vuelto a pasar por mi puerta por segunda, y espero que última, vez.
¡Ah, el pueblo se llama Isla Cristina...!
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