viernes, 14 de diciembre de 2007

Cuento: La cómoda de mis abuelos

Pasados ya los ochenta, mi cuerpo se negaba con descaro de prófugo insolente a acatar la disciplina militar que me había hecho famoso en mis años de Coronel de Infantería. Ahora, en las escasas ocasiones en que pretendía subir la empinada escalera que conducía a la vieja buhardilla, el óxido de la vejez interfería las comunicaciones con el Estado Mayor e impedía a mis piernas recibir nítidamente sus órdenes. Hasta que el amor propio, en un acto de heroísmo suicida, conseguía restablecerlas. El asma, que con su corneta desafinada e imprevisible tocaba unas veces fajina, otras diana, y las más, un desconcierto de pitos, al segundo escalón ya entonaba retreta con impertinente insistencia.

Ese día, doblegado el enemigo y ganada la batalla, me regalé una merecida tregua en el descansillo antes de abrir la puerta de la buhardilla. Desde el pequeño ventanuco que lo iluminaba, se podía observar la presumida veleta remozada, centinela de la ciudad, haciendo guardia sobre la soberbia torre que mostraba sin pudor los tatuajes que en su piel dejó la historia de la Isbilya musulmana y la Sevilla cristiana. El olor a azahar, pugnando por hurtar protagonismo a la embriagadora luz de aquella mañana de principios de Mayo, llegó a lomos de una leve brisa y descabalgó de un salto levantando en vilo mi ánimo.

Recuperado el resuello, traspasé el umbral de la vieja puerta. Esa tarde iba a visitarme mi nieto y quería regalarle una vieja condecoración que me mantuviera vivo en su memoria cuando, más pronto que tarde, ocurriese lo inevitable. La encontré y la guardé en mi bolsillo. Me disponía a salir cuando reparé en la antigua cómoda heredada de mis abuelos que descansaba en un rincón. Había encanecido rápidamente desde la última vez que le quité el polvo. En sus cuatro enormes cajones dormitaban viejos ejemplares de novelas de aventuras, mapas militares, relatos de batallas, ensayos de filosofía, libros de historia....Todos rescatados de la librería que regentaba el padre de mi abuelo, mi bisabuelo, hace casi dos siglos. Su historia siempre me pareció tan fantástica como irreal. Siendo muy niño, una grave infección lo dejó ciego. De mayor, fueron famosas tanto su extraña habilidad para deambular por la librería ordenando libros, como su genialidad para el arte del ajedrez, en el que era invencible a pesar de su ceguera, sin que nadie llegase a explicarse nunca cómo distinguía unos libros de otros o cómo había conseguido aprender y dominar aquel milenario juego. O al menos eso contaba mi padre. Claro que ya se sabe, el cariño y la progresiva opacidad de los años son un magnífico abono para la mala hierba del bulo y la exageración.

Un impulso inexplicable me llevó a dirigirme hacia la cómoda y abrir el cajón superior. Aunque en la penumbra de la buhardilla apenas se podían distinguir las apagadas letras en la cubierta de aquellos libros, alineados en prieta formación con los lomos a la vista, mis cansados ojos consiguieron leer algunas palabras sueltas. Cuando me disponía a coger uno de ellos para comprobar unas extrañas muescas que tenían en su parte superior, mi mano rozó accidentalmente una pequeña palanca oculta al fondo de la cómoda, justo detrás del cajón que acababa de abrir. En ese momento, la pequeña tablilla frontal situada a la altura de mis ojos, con adornos tallados en madera, se desplazó unos centímetros hacía mí. Era un cajón oculto, tan ancho como los demás, pero con sólo un tercio de su altura. Sorprendido, tiré de la tablilla y apareció ante mí un libro enorme, de algo más de medio metro de lado. Tanto su tapa como sus páginas estaban en blanco. No contenían letra alguna, aunque al tacto se podían apreciar unas extrañas rugosidades que mi deteriorada vista no alcanzaba a distinguir. Desconcertado, lo puse bajo mi brazo, salí de la buhardilla, bajé las escaleras y me senté en el salón, ausente y pensativo. El descubrimiento de aquel extraño libro, escondido en un cajón secreto desde hacía más de siglo y medio, debía significar algo.

No sé cuánto tiempo estuve así, pero sonó el timbre de la puerta y di un respingo. Tras unos segundos de desorientación, recordé que mi nieto venía a merendar esa tarde. Me levanté y me dirigí hacia la puerta. Tras dos cariñosos besos, agarró mi brazo para que le guiara hasta el sofá. Me apenaba que aquella extraña enfermedad le hubiese dejado ciego hacía más de veinte años y, aunque no necesitaba de mi ayuda para moverse con soltura por la casa, siempre solicitaba mi brazo haciéndose el desvalido. De esa forma, él disfrutaba haciéndome sentir útil y yo era feliz haciéndole creer que no me daba cuenta de su fingimiento. Lo dejé cómodamente sentado en el amplio salón mientras iba a la cocina a preparar el café y las torrijas que había comprado esa misma mañana en la magnífica y longeva confitería de La Campana.

De pronto oí su voz. ¡Abuelo, es espectacular! ¿Éste era el regalo sorpresa?, gritó desde el salón. Metí la mano en el bolsillo. La condecoración seguía allí. Entonces ¿a qué se refería mi nieto? Caí en la cuenta de que había dejado el misterioso libro encima del sofá. Seguramente sus manos tropezaron con él y creyó que era ése el regalo por el que le había hecho venir. Pero ¿qué tenía de espectacular aquel libro?¿cómo sabía lo que significaba? Cuando volví al salón, lo encontré entusiasmado recorriendo nerviosamente sus páginas con sus manos abiertas y las yemas de los dedos correteando sobre aquellas rugosidades, como barajando con habilidad de mago las fichas de dominó antes de una partida. ¿Qué es tan espectacular?, le inquirí impaciente. Este Tratado Moderno de Ajedrez de mediados del XIX escrito en Braille, contestó. Es una verdadera joya y te ha debido costar una fortuna, sentenció emocionado. En ese momento lo entendí todo.


(Dedicado a mis abuelos, cuya cómoda aún conservo)

6 comentarios:

Reyes dijo...

Soy también aficionada a conservar recuerdos de mis abuelos, muebles, cajas, fotos, libros, incluso las cartas de amor de su noviazgo.
En cuanto a tus palabras: Sublime.

bogar dijo...

1º.Le estoy haciendo la ola.
2º.Como casi todos guardo de todo,tengo guardadas las cartas de la mili que mi "novia" me mandaba y las que yo le mandaba a ella,año del Señor de 1.977.
P.D.No quiero romper la magia,pero cuando tenga usted tiempo,hableme del conejo del Gobierno.Saludos

el aguaó dijo...

Tiene que ser una auténtica gozada comprobar que consigues superarte. Tú lo sueles hacer con frecuencia, pues este cuento es la prueba.

Un fuerte abrazo.

P.D. Realmente me ha emocionado querido Tato... ¿sabes quien tiene el reloj?

Anónimo dijo...

El ciclo de la vida...
Precioso.

Er Tato dijo...

Lo de las cartas de amor de tus abuelos tiene que ser un tesoro, querida Dama.

Algunos poemas, relatos y escritos andan por ahí de mi época adolescente y de novios. Mi mujer guarda algunos, amigo Bogar. En cuanto al conejo del gobierno, aparte del chiste fácil, me temo que con todo lo que se ha dicho ya, no iba a ser original. De todas formas, los otros conejos del gobierno, los que se sientan en el Con(s)ejo de Ministros, sí darían para unas cuantas entradas, pero dejémoslo ahí, que se me calienta la boca.....

¡Ay, querido aguaó! El de pared lo tienes tú y el de bolsillo lo tengo yo. Nosotros tenemos sus relojes, pero es posible que ellos ya sean dueños de todo el tiempo. Algún día saldremos de dudas.....

Y bienvenido, lugar anónimo. A ver si estrenas el blog y le podemos echar un vistazo.

Gracias a todos y saludos

Anónimo dijo...

Hasta la dedicatoria da pie a soñar.