lunes, 7 de enero de 2013

De funcionarios y otras disfunciones

Una de las razones principales por la que se implantó a lo largo del XIX un modelo de función pública que implicaba un funcionariado inamovible, fue su capacidad para neutralizar políticamente a la Administración frente al riesgo de apropiación por los partidos. La burocracia profesional, políticamente neutra y basada en los principios de mérito y capacidad para asegurar la selección de los mejores, se mantenía así a salvo de las luchas políticas, evitando que los empleos públicos fueran la moneda con la que los ganadores de las elecciones recompensaban a los suyos en cada cambio de gobierno.

Los loables objetivos que perseguía la instauración de un modelo de función pública -eficiencia y neutralidad política de la administración-, se han ido desvirtuando con el paso del tiempo. La hipertrofia del Estado mediante la prestación directa de servicios que también son provistos, o pueden serlo, por el sector privado, la creación de numerosas empresas y organismos públicos en los que colocar arbitraria y discrecionalmente a los simpatizantes o militantes del partido que sustenta al gobierno de turno, el nepotismo y, en definitiva, el resurgimiento de todos los males que el sistema de función pública pretendía evitar, deberían invitar a una seria reflexión sobre cuál debiera ser el alcance de la función pública.

Parece evidente que determinados servicios -Hacienda, Defensa y Policía, Justicia, los mecanismos de control e inspección de los servicios públicos fundamentales como Sanidad y Educación...-, deberían ser prestados por funcionarios de carrera. Pero, ¿por qué el chófer del alcalde o los jardineros deberían ser funcionarios? ¿Y los maestros, los profesores o el personal sanitario? ¿Y qué hay del más del millón de empleados públicos que no son funcionarios o del casi medio millón adicional existente en empresas públicas y similares?

Que un determinado servicio deba ser público, universal y gratuito no quiere decir que deba ser prestado directamente por funcionarios, sino que debe ser financiado, controlado y fiscalizado por el Estado, por los impuestos de todos los ciudadanos. ¿Para cuándo una verdadera reforma de la función pública para recuperar su razón de ser original, señor Rajoy? ¿Y cuándo el Estado va a dejar de ejercer de mediocre empresario?

Algunos dirán que enviar al paro a más de un millón de empleados públicos sería una barbaridad. Comprobémoslo. Si el Estado dejara de realizar directamente los servicios que actualmente realizan esos empleados, y esos servicios fueran necesarios para el correcto funcionamiento del sector público, éste debería adquirirlos en el mercado, y la inmensa mayoría de esos trabajadores se recolocarían en el sector privado que debiera prestarlos. En cambio, si esas tareas fueran superfluas e innecesarias para el funcionamiento del Estado, significaría que con nuestros impuestos habríamos estado subvencionando a más de un millón de trabajadores, quitando el dinero a unos ciudadanos -los que pagamos impuestos-, para dárselo a otros que no aportan nada, y empobreciendo de paso al país, pero también significaría que podría devolverse a los ciudadanos el dinero con el que se pagaban esos salarios, se incrementaría el consumo o la inversión -y por ende, la demanda y la riqueza-, y se generarían nuevos puestos de trabajo para absorber a buena parte de esos trabajadores despedidos. En cualquiera de los dos supuestos, esos trabajadores no se quedarían en el paro, y el resultado sería una sector público más sano y un país más rico. Pero esto ya lo explicaba, y mucho mejor que yo, Frédéric Bastiat allá por el siglo XIX.


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