Por primera vez no puedo culpar de mi ausencia a la desidia, ni alegar que una monada ciega de Denver me salió al paso y sin motivo alguno se encaprichó conmigo. Tampoco me servirá de excusa la vieja historia de cuando era un niño muy delgado y el viento al azotar me levantaba del suelo y me cambiaba de acera, de raza y de familia.
Esta vez es el cáncer, amigo Herrera, esa cosa que yo pensaba que en mi caso sólo podría ser una mancha que, puesto en lo peor, haría una metástasis como de tebeo en la tapicería del coche. Cáncer de colon y cáncer de pulmón. Dos golpes en un solo mazazo. Fue algo desproporcionado, como encontrar un centollo en el interior de una almeja, pero, ¡qué demonios!, tantos años entre el humo del Savoy me enseñaron que la penumbra te salva del disgusto de que con la luz descubras que en la cola del piano no estaba sentada la mujer con la que contabas, sino el tipo impasible que viene a precintar las manos del pianista.
Es una de esas veces en mi vida que la peor noticia no me la da Hacienda. ¡Qué quieres que te diga!, el caso es que lo he encajado sin pestañear, no porque sea un valiente, sino, sencillamente, porque siempre supe que el mío en la vida sería un viaje en el que inesperadamente al tren se le acabarían por detrás el humo, y por delante, las vías. No sé, Carlos, amigo mío..., estas cosas ocurren y seguro que tienen algún sentido. Dice mi oncólogo que "la situación es muy comprometida" y eso significa que mi buena suerte puede haber cambiado a peor y que la vida ya no me dará la siguiente patada en el culo apócrifo de otro hombre. No importa. Ojalá pueda volver a tu lado. Y si no vuelvo, por favor, piensa que fue sólo porque me empeñé en el estúpido sueño de llegar por ferrocarril a una ciudad sin tren.
Hoy, 27 de noviembre, en La Razón.