Cuando empecé a escribir esta entrada jamás pensé que pudiera dar tanto de sí el comentario de un amable parroquiano. Sí, ya sé que me lío a escribir y no sé cuándo parar, y que las entradas largas no son las más populares para un blog, pero seguro que me perdonarán ustedes los excesos en mi afán de aprovechar cualquier tema para intentar ser algo didáctico en esto de la economía.
De todos los sectores económicos de un país, el sector servicios es el más intensivo en el empleo de mano de obra y el sector industrial el más intensivo en capital. Dado que esos son los dos factores esenciales de coste, el precio final de los bienes producidos evolucionará en función de ellos.
En un país como el nuestro, en el que el sector servicios tiene un peso aproximado del 70% del PIB, resulta evidente que los precios de venta de los bienes producidos por dicho sector influirán decisivamente sobre los salarios pagados. Cuando se elevan los precios, la remuneración de los dos factores principales de coste también se elevará. Y viceversa.
Pero, ¿en qué medida variará para cada uno de ellos? Pues dependerá del entorno económico, político y social del país en el que esa empresa desarrolle su actividad. Si se trata de un país donde funcione razonablemente bien el libre mercado, exista seguridad jurídica y sus ciudadanos actúen como consumidores responsables y conscientes de su poder, es probable que cualquier variación de precios se transmita hacia esos dos factores productivos de manera más o menos equilibrada. En caso contrario, lo más probable es que esa transmisión se produzca de manera que se remunere más a aquel factor que, en ese entorno concreto, ostente mayor poder de negociación o influencia. Ilustremos esa disquisición más o menos teórica con un par de ejemplos.
Imaginemos el primer escenario descrito. Si una empresa sube los precios, los consumidores trasladarán su demanda hacia otros productores que, con una calidad similar, le ofrezcan precios más bajos, lo que supondrá que, o bien esa empresa se adapta al mercado -mejorando su productividad, bajando salarios, reduciendo beneficios...-, o cerrará. Así, si los propietarios de esa empresa pretendían obtener unos beneficios por encima de lo que admite el mercado, o pagar a sus trabajadores salarios superiores a los de la competencia, salvo que una mayor productividad de su organización compense esos excesos, terminarán cerrando. Algo parecido ocurrirá si aspiran a pagar salarios más bajos que los del mercado para obtener más beneficios, pues en ese supuesto es probable que no encuentren trabajadores suficientes en cantidad y calidad, pues estos preferirán ser contratados por las empresas que pagan un salario acorde con el mercado. En definitiva, se verán obligados a adaptar la remuneración de esos factores al mercado en el que compite o a cerrar.
Imaginemos ahora un escenario en el que existe una economía planificada -el Estado decide cuánto se produce, cómo se remuneran los factores de producción, etc...-, y un sistema político en el que el poder lo ostenta la oligarquía empresarial. En ese escenario, resulta obvio que el poder del consumidor para influir en la remuneración de los dos factores productivos es prácticamente nulo y que los empresarios camparán a sus anchas. Y algo parecido podría decirse, aunque en sentido contrario, si el poder político lo ostentasen los trabajadores, el proletariado si lo expresamos en términos marxistas.
Está claro que se trata de dos ejemplos extremos y simplificados que no se dan en la realidad actual, pero que ayudan a intuir qué pasaría con los salarios y los beneficios conforme nos movamos hacia uno u otro modelo. Esta es una de las formas -la modelización de la realidad-, en la que la Ciencia Económica y otras Ciencias Sociales trabajan para perfeccionar el conocimiento en unas áreas en las que no es posible hacer experimentos ni con gaseosa.
Viene todo este rollo al hilo de un comentario que un querido parroquiano de esta taberna hizo
en esta entrada, en el que planteaba la necesidad de que los salarios sean dignos. Sin duda, cualquier persona de bien estaría de acuerdo con esa exigencia. Pero no nos quedemos en el deseo, hagamos alguna reflexión sobre él y rasquemos un poco. ¿Qué es un salario digno? Quienes aplaudimos esa reivindicación, ¿podemos hacer algo al respecto, aparte de manifestar ese deseo? ¿Tenemos alguna responsabilidad en que los salarios sean como son?
En nuestra faceta de consumidor, todos los ciudadanos tomamos decisiones a diario casi sin darnos cuenta del poder que podemos ejercer con ellas. Decisiones como la de comprar la fruta en un centro comercial o en la frutería del barrio, o contratar un seguro en una u otra compañía, o llevar a reparar el televisor a uno u otro servicio técnico, o comer en un restaurante o en otro. Lo normal es que esas decisiones estén presididas por un afán de optimizar nuestros recursos económicos y, por tanto, compremos a aquellos empresarios que, satisfaciendo la calidad que exigimos, nos resulten más baratos. Es cierto que algunos consumidores priman otros aspectos sobre el precio, como que esos productos no hayan sido fabricados bajo determinadas circunstancias -explotación infantil, contaminación,...-, o que sean de una determinada nacionalidad, o que se produzcan respetando unas determinadas conductas que al comprador le parezcan dignas de ser remuneradas por encima del precio de mercado. No obstante, supongo que estaremos de acuerdo en que, hoy por hoy, son los primeros comportamientos los que abundan, y resulta revelador que así sea.
Pues bien, si nos moviéramos en un escenario cercano al del primer ejemplo -que no es el caso de nuestro país-, resulta obvio el enorme poder de los consumidores para influir en que los salarios sean dignos, e incluso para definir indirectamente cuál es el nivel de esa dignidad. Porque limitarse a pedir, así en abstracto, que los salarios sean dignos es relativamente fácil, pero reflexionar sobre cuál debiera ser la medida de esa dignidad, y actuar en consecuencia para contribuir a que ese deseo se haga realidad, ya es harina de otro costal.
Se ve a gente indignada en las manifestaciones, en las redes sociales, en la cafetería o en la cola del autobús, exigiendo que otros creen puestos de trabajo para ellos, contratos decentes, salarios dignos. Arremetiendo contra los malvados empresarios y contra un libre mercado que, además de que apenas existe, sería el que, paradójicamente, les otorgaría más poder frente a esos empresarios que tanto denigran.
En fin, despreciamos la libertad porque trae en su mochila una responsabilidad que no estamos dispuestos a asumir, pero nos quejamos de las consecuencias de que decidan por nosotros aquellos a quienes se la hemos cedido para que la administren.