lunes, 11 de agosto de 2014

¡Sí hombre, para que la dilapiden...!

En una de esas tertulias mañaneras que uno sólo puede disfrutar en vacaciones como ruido de fondo mientras da cuenta del desayuno y hojea el periódico, andaba colocando su discurso un televisivo economista a propósito de la viabilidad de las pensiones futuras.

Decía que la solución consiste en que el empresario que contratase a un trabajador, además de pagar las cotizaciones sociales, debería obligatoriamente aportar una cantidad mensual a una especie de caja, intocable por el trabajador, que complementase su pensión futura.

En ese momento, un contertulio, dizque liberal aunque sea a ratos, le interrumpe diciéndole que él preferiría que esa cantidad se la entregase el empresario al trabajador y que él decidiera libremente qué hacer con ella. La respuesta del economista, que le salió del alma, fue clarificadora: ¡sí hombre, para que la dilapide...!

Pues eso, que uno no termina de entender por qué, quienes no creen en el individuo, en su derecho a decidir y equivocarse, y en su obligación de asumir las consecuencias de esas decisiones, en cambio creen en la capacidad del Estado, gobernado también por individuos que deciden por los demás, aciertan y se equivocan por los demás, y trasladan siempre las consecuencias de sus decisiones, buenas o malas, a los demás, disfrutando del éxito de las primeras y protegidos del fracaso de las segundas.

Si piensan que el ciudadano no es suficientemente capaz de tomar decisiones acertadas que afectan a su bienestar futuro, ¿por qué deberíamos creer que esos mismos ciudadanos están capacitados para elegir acertadamente a quienes van a tomar las decisiones por ellos?

Escribiendo esta entrada me ha venido a la mente aquella otra en la que reflexionaba sobre la calidad del votante, reflexión que en alguna ocasión me ha hecho merecedor, a juicio de algunos, del calificativo de totalitario. Esa misma calidad que cuestionan rotunda e implícitamente los partidarios de ese Estado ultraprotector que aspira a anular al individuo incapaz, según ellos, de saber lo que le conviene, y aplaudidos, ellos sí, con entusiasmo por su pureza democrática, quizás por la refinada sutileza de su contradicción.


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