En una de esas tertulias mañaneras que uno sólo puede disfrutar en vacaciones como ruido de fondo mientras da cuenta del desayuno y hojea el periódico, andaba colocando su discurso un televisivo economista a propósito de la viabilidad de las pensiones futuras.
Decía que la solución consiste en que el empresario que contratase a un trabajador, además de pagar las cotizaciones sociales, debería obligatoriamente aportar una cantidad mensual a una especie de caja, intocable por el trabajador, que complementase su pensión futura.
En ese momento, un contertulio, dizque liberal aunque sea a ratos, le interrumpe diciéndole que él preferiría que esa cantidad se la entregase el empresario al trabajador y que él decidiera libremente qué hacer con ella. La respuesta del economista, que le salió del alma, fue clarificadora: ¡sí hombre, para que la dilapide...!
Pues eso, que uno no termina de entender por qué, quienes no creen en el individuo, en su derecho a decidir y equivocarse, y en su obligación de asumir las consecuencias de esas decisiones, en cambio creen en la capacidad del Estado, gobernado también por individuos que deciden por los demás, aciertan y se equivocan por los demás, y trasladan siempre las consecuencias de sus decisiones, buenas o malas, a los demás, disfrutando del éxito de las primeras y protegidos del fracaso de las segundas.
Si piensan que el ciudadano no es suficientemente capaz de tomar decisiones acertadas que afectan a su bienestar futuro, ¿por qué deberíamos creer que esos mismos ciudadanos están capacitados para elegir acertadamente a quienes van a tomar las decisiones por ellos?
Escribiendo esta entrada me ha venido a la mente aquella otra en la que reflexionaba sobre la calidad del votante, reflexión que en alguna ocasión me ha hecho merecedor, a juicio de algunos, del calificativo de totalitario. Esa misma calidad que cuestionan rotunda e implícitamente los partidarios de ese Estado ultraprotector que aspira a anular al individuo incapaz, según ellos, de saber lo que le conviene, y aplaudidos, ellos sí, con entusiasmo por su pureza democrática, quizás por la refinada sutileza de su contradicción.
Decía que la solución consiste en que el empresario que contratase a un trabajador, además de pagar las cotizaciones sociales, debería obligatoriamente aportar una cantidad mensual a una especie de caja, intocable por el trabajador, que complementase su pensión futura.
En ese momento, un contertulio, dizque liberal aunque sea a ratos, le interrumpe diciéndole que él preferiría que esa cantidad se la entregase el empresario al trabajador y que él decidiera libremente qué hacer con ella. La respuesta del economista, que le salió del alma, fue clarificadora: ¡sí hombre, para que la dilapide...!
Pues eso, que uno no termina de entender por qué, quienes no creen en el individuo, en su derecho a decidir y equivocarse, y en su obligación de asumir las consecuencias de esas decisiones, en cambio creen en la capacidad del Estado, gobernado también por individuos que deciden por los demás, aciertan y se equivocan por los demás, y trasladan siempre las consecuencias de sus decisiones, buenas o malas, a los demás, disfrutando del éxito de las primeras y protegidos del fracaso de las segundas.
Si piensan que el ciudadano no es suficientemente capaz de tomar decisiones acertadas que afectan a su bienestar futuro, ¿por qué deberíamos creer que esos mismos ciudadanos están capacitados para elegir acertadamente a quienes van a tomar las decisiones por ellos?
Escribiendo esta entrada me ha venido a la mente aquella otra en la que reflexionaba sobre la calidad del votante, reflexión que en alguna ocasión me ha hecho merecedor, a juicio de algunos, del calificativo de totalitario. Esa misma calidad que cuestionan rotunda e implícitamente los partidarios de ese Estado ultraprotector que aspira a anular al individuo incapaz, según ellos, de saber lo que le conviene, y aplaudidos, ellos sí, con entusiasmo por su pureza democrática, quizás por la refinada sutileza de su contradicción.
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