Al principio titulé esta entrada "Sobre la ética política". Después pensé que la ética no debiera tener apellidos y lo cambié, aunque ya les adelanto que la cosa va sobre política. Y sobre ética, claro.
En los últimos años hemos asistido a una especie de competición para ver quién mea más lejos o la tiene más larga en esto del comportamiento ético de los políticos. Incapaces los partidos de resultar creíbles y de fijar de manera autónoma el listón ético de sus miembros -que debiera ser unos de los criterios del votante para darles su confianza-, han buscado las referencias en el Derecho Penal, en lo que decidan los jueces, renunciando cobardemente a asumir sus responsabilidades y trasladándolas a un tercero que, subrayémoslo, no lleva a cabo juicios éticos, sino jurídicos. Así, unos hablan de que se deben asumir responsabilidades políticas cuando existe imputación, otros cuando existe imputación pero sólo en determinados delitos, otros cuando se abre la fase de juicio oral, otros cuando existe condena y otros cuando esa condena es firme... En fin, que hay para todos los gustos.
El problema es que el Derecho Penal, tanto desde el punto vista material como procesal, no es una referencia adecuada para ser utilizado como codigo ético. La propia naturaleza de esa rama del Derecho exige que muchos comportamientos claramente reprochables no sean castigados penalmente. Los principios de ultima ratio y de intervención mínima que rigen el Derecho Penal obligan a que ello sea así. Además, el propio proceso, muy garantista y presidido por el derecho fundamental a la presunción de inocencia, puede dejar sin castigo comportamientos manifiestamente delictivos, garantismo al que no está obligada una organización respecto de su régimen interno. Si a ello añadimos que las peculiaridades del proceso penal, con una fase de instrucción y otra de enjuiciamiento propiamente dicho, hace que la persona afectada se vea sometida a diferentes situaciones procesales que, unas veces desde la ignorancia y otras desde la más mezquina manipulación política, son sacadas de contexto y ofrecidas al pueblo llano para saciar su sectarismo, resulta evidente que el Derecho Penal no puede ni debe convertirse en la guía ética de ninguna organización social, sea del tipo que sea.
Y pese a ello, los partidos políticos han decidido usar el Derecho Penal como marco ético. ¿Por qué? Probablemente porque resulta incómodo retratarse y es más fácil manipular y justificar las posiciones cuando es un tercero, el juez, quien decide, cuando es otro el que juzga a los tuyos. En definitiva, por pura cobardía política e intelectual.
Una prueba palmaria de todo lo dicho es que los responsables políticos se ven obligados continuamente a retorcer como si fueran de plastilina, la mayoría de las veces con manifiesta desvergüenza, sus códigos éticos para no tener que tomar medidas contra los suyos. Hasta se vieron obligados a modificar el término imputado por el de investigado de tanto como lo habían sobado. Y no ha servido para nada, como resulta notorio.
Pero en mi opinión, hasta la fecha, el summum de la inmoralidad en la manipulación del propio código ético llevado a cabo por un partido político -y que ha motivado esta entrada-, es lo que le he escuchado a Manuela Carmena esta semana. Y lo es, no sólo porque se trate de un partido político que ha hecho de la ética -aunque sea mal entendida-, su bandera, exigiendo a los demás un comportamiento que raya en ocasiones lo absurdo, sino porque quien dice lo que ha dicho no puede alegar ignorancia. Recordemos que la señora Carmena es licenciada en Derecho, ha ejercido de jueza, ha sido vocal del Consejo General del Poder Judicial además de fundadora de la asociación Jueces para la Democracia y es juez emérita del Tribunal Supremo. Descartada pues, objetivamente, la ignorancia, sólo es posible atribuir sus palabras a la poca vergúenza.
¿Y qué es lo que ha dicho? Pues escúchenlo ustedes mismos.
En los últimos años hemos asistido a una especie de competición para ver quién mea más lejos o la tiene más larga en esto del comportamiento ético de los políticos. Incapaces los partidos de resultar creíbles y de fijar de manera autónoma el listón ético de sus miembros -que debiera ser unos de los criterios del votante para darles su confianza-, han buscado las referencias en el Derecho Penal, en lo que decidan los jueces, renunciando cobardemente a asumir sus responsabilidades y trasladándolas a un tercero que, subrayémoslo, no lleva a cabo juicios éticos, sino jurídicos. Así, unos hablan de que se deben asumir responsabilidades políticas cuando existe imputación, otros cuando existe imputación pero sólo en determinados delitos, otros cuando se abre la fase de juicio oral, otros cuando existe condena y otros cuando esa condena es firme... En fin, que hay para todos los gustos.
El problema es que el Derecho Penal, tanto desde el punto vista material como procesal, no es una referencia adecuada para ser utilizado como codigo ético. La propia naturaleza de esa rama del Derecho exige que muchos comportamientos claramente reprochables no sean castigados penalmente. Los principios de ultima ratio y de intervención mínima que rigen el Derecho Penal obligan a que ello sea así. Además, el propio proceso, muy garantista y presidido por el derecho fundamental a la presunción de inocencia, puede dejar sin castigo comportamientos manifiestamente delictivos, garantismo al que no está obligada una organización respecto de su régimen interno. Si a ello añadimos que las peculiaridades del proceso penal, con una fase de instrucción y otra de enjuiciamiento propiamente dicho, hace que la persona afectada se vea sometida a diferentes situaciones procesales que, unas veces desde la ignorancia y otras desde la más mezquina manipulación política, son sacadas de contexto y ofrecidas al pueblo llano para saciar su sectarismo, resulta evidente que el Derecho Penal no puede ni debe convertirse en la guía ética de ninguna organización social, sea del tipo que sea.
Y pese a ello, los partidos políticos han decidido usar el Derecho Penal como marco ético. ¿Por qué? Probablemente porque resulta incómodo retratarse y es más fácil manipular y justificar las posiciones cuando es un tercero, el juez, quien decide, cuando es otro el que juzga a los tuyos. En definitiva, por pura cobardía política e intelectual.
Una prueba palmaria de todo lo dicho es que los responsables políticos se ven obligados continuamente a retorcer como si fueran de plastilina, la mayoría de las veces con manifiesta desvergüenza, sus códigos éticos para no tener que tomar medidas contra los suyos. Hasta se vieron obligados a modificar el término imputado por el de investigado de tanto como lo habían sobado. Y no ha servido para nada, como resulta notorio.
Pero en mi opinión, hasta la fecha, el summum de la inmoralidad en la manipulación del propio código ético llevado a cabo por un partido político -y que ha motivado esta entrada-, es lo que le he escuchado a Manuela Carmena esta semana. Y lo es, no sólo porque se trate de un partido político que ha hecho de la ética -aunque sea mal entendida-, su bandera, exigiendo a los demás un comportamiento que raya en ocasiones lo absurdo, sino porque quien dice lo que ha dicho no puede alegar ignorancia. Recordemos que la señora Carmena es licenciada en Derecho, ha ejercido de jueza, ha sido vocal del Consejo General del Poder Judicial además de fundadora de la asociación Jueces para la Democracia y es juez emérita del Tribunal Supremo. Descartada pues, objetivamente, la ignorancia, sólo es posible atribuir sus palabras a la poca vergúenza.
¿Y qué es lo que ha dicho? Pues escúchenlo ustedes mismos.
Ustedes no tienen por qué saber si eso significa que comparecen como testigos o como imputados, pero el currículum profesional de la señora Carmena no permite aplicarle a ella el mismo beneficio de la duda que a ustedes. Ella sabe perfectamente que, más allá de cuestiones nominales, cuando una querella se admite a trámite por el juez de instrucción (ver nota al pie), el querellado se convierte automáticamente en investigado -antes imputado-, el juez tiene la obligación de notificárselo inmediatamente y nace el derecho de defensa del querellado, obligación de uno y derecho del otro que nuestro proceso penal impone como parte del derecho fundamental de defensa recogido en el art. 24 de nuestra Constitución. Emplear como argumento que el juez de instrucción no ha empleado el término investigado o imputado sino el de querellado, para defender lo indefendible, debería tener algún tipo de consecuencia en su prestigio y currículum profesional. Y también en su prestigio político. Pero no pasará ni lo uno ni lo otro.
En definitiva, convertirse en investigado, lejos de representar ningún tipo de castigo procesal o material, supone una garantía constitucional. Han sido nuestros políticos quienes, a base de manosear interesadamente el concepto, han terminado por trasladar erróneamente a los ciudadanos que una determinada situación procesal -investigado, imputado, querellado, denunciado, todos esos términos tienen idénticas implicaciones a estos efectos-, debe ser identificada con un comportamiento éticamente reprochable. Eso sí, siempre que esa situación procesal la sufra el adversario político. Por todo ello, se equivocan, probablemente a sabiendas, quienes acuden al Derecho Penal para extraer de él las coordenadas de lo que debiera ser un comportamiento ético.
Sobre estas cosas ya hablábamos por aquí hace mucho tiempo.
Nota: Por si quedaba alguna duda: "Es innegable que la condición de imputado nace de la admisión de una denuncia o una querella (no, por cierto, de la simple interposición de una u otra)..." (Sentencia Tribunal Constitucional 135/1989, página 11)
2 comentarios:
Muchas gracias por tus explicaciones, don Tato.
Al contrario, Dyhego, muchas gracias a ti por leerme. Faltaría más.
Ahí va un cafelito y tostá con aceite y 5J.
Saludos
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