En estos días de manifestaciones mundiales y sesudas tertulias poniendo a parir al nuevo presidente de los EEUU y, de paso, a los irresponsables que lo han colocado ahí con sus votos, me he topado con un tuit de alguien a quien sigo en Twitter porque sus opiniones, unas veces compartidas y otras no, son siempre interesantes. En ese tuit señalaba una entrada de su blog en el que llamaba imbéciles a cualquiera que se atreviese a cuestionar esa máxima de un ciudadano un voto. Y claro, como me estaba llamando imbécil a mí, me di por aludido y le respondí que la brocha gorda no suele ser una buena herramienta para el intelecto. No debió darse por aludido.
Quienes me siguen desde hace tiempo recordarán alguna que otra entrada a este respecto. Como puede deducirse fácilmente, a mí no me parece una imbecilidad plantear una reflexión sobre la calidad del voto, entendida no como la calidad de la opción elegida por el votante, sino como el grado de comprensión de dicha opción y de las reglas de juego del sistema político en el que se enmarca esa elección.
Cuando se plantean estas reflexiones, la mayoría -y particularmente la izquierda oficial-, te mira como con desprecio y lástima, retirándote automáticamente el carné de demócrata. Son los mismos que ahora cuestionan implícitamente -y algunos incluso explícitamente-, esa máxima de un ciudadano un voto cuando el resultado de ese voto es un engendro llamado Trump. Son los mismos que piensan que el consumidor, en general, no está capacitado para entender las consecuencias de una cláusula suelo o de la responsabilidad patrimonial universal aunque se la pongan en mayúsculas y en negrita, pero que sí es capaz de entender -menuda contradicción-, los efectos de su elección política. Son los mismos que llaman imbéciles a quienes pensamos que hay que hacer una seria reflexión sobre la calidad del voto, en el sentido antes señalado, y nos meten en el mismo saco que a los imbéciles, estos sí, que piensan que la calidad del voto tiene que ver con pertenecer a la élite del país, con ser el más inteligente o con tener un título universitario.
En fin, la brocha gorda como herramienta intelectual...
Quienes me siguen desde hace tiempo recordarán alguna que otra entrada a este respecto. Como puede deducirse fácilmente, a mí no me parece una imbecilidad plantear una reflexión sobre la calidad del voto, entendida no como la calidad de la opción elegida por el votante, sino como el grado de comprensión de dicha opción y de las reglas de juego del sistema político en el que se enmarca esa elección.
Cuando se plantean estas reflexiones, la mayoría -y particularmente la izquierda oficial-, te mira como con desprecio y lástima, retirándote automáticamente el carné de demócrata. Son los mismos que ahora cuestionan implícitamente -y algunos incluso explícitamente-, esa máxima de un ciudadano un voto cuando el resultado de ese voto es un engendro llamado Trump. Son los mismos que piensan que el consumidor, en general, no está capacitado para entender las consecuencias de una cláusula suelo o de la responsabilidad patrimonial universal aunque se la pongan en mayúsculas y en negrita, pero que sí es capaz de entender -menuda contradicción-, los efectos de su elección política. Son los mismos que llaman imbéciles a quienes pensamos que hay que hacer una seria reflexión sobre la calidad del voto, en el sentido antes señalado, y nos meten en el mismo saco que a los imbéciles, estos sí, que piensan que la calidad del voto tiene que ver con pertenecer a la élite del país, con ser el más inteligente o con tener un título universitario.
En fin, la brocha gorda como herramienta intelectual...
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