En circunstancias normales, con una clase política personal e intelectualmente decente, me parecería una aberración democrática que el Congreso, sede de la soberanía y del poder legislativo, renunciara durante seis meses a controlar a un poder ejecutivo que en estado de alarma tampoco puede ser controlado por el poder judicial.
Pero este país lleva muchos años en circunstancias excepcionales, con una clase política de una indigencia intelectual y moral difícil de empeorar. Por eso, no me parecería menos aberración democrática que el poder ejecutivo tuviera que mendigar cada quince días en el Congreso -o cada mes, tanto da- el voto favorable a la prórroga del estado de alarma de nacionalistas, independentistas, izquierda radical o amigos de terroristas que vendan su voto a cambio de más dinero, más competencias o más poder.
Porque quien piense que puede aportar algún tipo de garantía el control que ejerza un Congreso compuesto por los escombros de una clase política que parece haberse marchado para no volver, es un iluso.
Y en ese punto estamos. Ese punto en el que el supuesto centro de gravedad de nuestra democracia -las Cortes Generales-, es un estercolero en el que se anteponen intereses personales y partidistas a los generales, en el que el poder legislativo se mimetiza con el ejecutivo y en el que aquél renuncia a su función de control sobre éste por un puñado de monedas. Ese punto en el que no se sabe si es mejor que el Congreso no controle al gobierno o que haga el paripé de que lo controla para provecho de los mismos de siempre. Ese punto, en fin, en el que da igual ocho que ochenta.
Por cierto, a los que están ahí los hemos puesto nosotros. Y se comportan así porque piensan -y hasta ahora con razón-, que comportándose así se ganan nuestro voto. Por si a alguien se le ha olvidado.
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