jueves, 12 de noviembre de 2020

Brecha salarial y campañas de desinformación

Ahora que se ha puesto de moda hablar de desinformación -pese a que es un arma que lleva siglos utilizándose, sobre todo por los que ostentan y detentan el poder- vuelve, como todos los años por estas fechas, la campaña de desinformación sobre la brecha salarial. De unos, los que afirman que es toda ella producto del patriarcado que discrimina a la mujer por el mero hecho de ser mujer. Y de otros, los que afirman su inexistencia.

Ya imaginarán que, como casi todo en esta vida, la realidad está en los grises. Así que vamos al lío.

Cuando se habla de brecha salarial es posible referirse a ella desde dos perspectivas. Una, de medición, puramente técnica y estadística. Otra, de interpretación y análisis, que es interdisciplinar porque abarca disciplinas sociales, jurídicas y económicas. La una, absolutamente objetiva: se define la variable y se mide. La otra, con técnicas que le aportan cierta objetividad, pero con indudables matices subjetivos e ideológicos. El problema surge cuando, interesadamente o por ignorancia, se mezclan desordenadamente ambos enfoques y se hace un batiburrillo que emborrona cualquier debate serio. Veámoslo.

Empecemos por la medición puramente objetiva de la variable brecha salarial de género. Lo primero que hay que hacer es definirla para que cualquier debate posterior sea coherente, para que los intervinientes en el posible intercambio de opiniones hablen el mismo idioma. Definámosla provisionalmente como la diferencia entre los ingresos brutos anuales medios de las mujeres y de los hombres. Su cálculo será tan simple como determinar el salario medio de mujeres y hombres, con independencia de tipo de jornada, profesión, puesto de trabajo, sector, etc., y compararlos. Eso lo hace, por ejemplo, el INE, aunque los datos disponibles son de 2017. Con esos datos, el salario medio de las mujeres era de 20.607,85 € y el de los hombres de 26.391,84 €, lo que supone que las mujeres recibían un salario medio bruto que representaba un 78,08% del de los hombres. Dicho de otro modo, con la definición provisional que hemos empleado, la brecha salarial de 2017 ascendería al 21,92%, lo que significa que las mujeres, de media, cobraban un 21,92% menos que los hombres.

Pero mejoremos esa definición con una modificación muy simple. Resulta evidente que comparar dos salarios medios sin tener en cuenta si una persona gana menos que otra porque trabaja menos horas es una comparación muy burda que no aporta nada. Si una ingeniera tiene un contrato a jornada parcial de un 10% de la jornada y comparamos sus ingresos con un técnico cualificado que trabaja la jornada completa, es probable que el resultado arrojara que existe una brecha salarial desfavorable para la ingeniera, salvo que la ingeniera tuviera un salario por hora diez veces superior al del técnico cualificado. Por ello, ese resultado sería engañoso y nos llevaría a la conclusión de que existe brecha salarial donde no la hay.

¿Cómo evitamos esto? Pues es tan sencillo como sustituir el salario medio bruto anual por el salario medio bruto por hora. De esta forma, las diferencias salariales entre mujeres y hombres se deberán a múltiples variables que se podrán medir con mayor o menor precisión, pero hemos eliminado de la ecuación un factor fácil de medir y que lo único que aportaba era imprecisión.

Y así es como llegamos a la definición que se emplea actualmente de "brecha salarial no ajustada" -coloquialmente simplificada como brecha salarial-, en todos los ámbitos académicos y en la propia UE: "diferencia entre los ingresos brutos medios por hora de los trabajadores y las trabajadoras asalariados, expresada en porcentaje de los ingresos brutos medios por hora de los trabajadores asalariados". Pues bien, la brecha salarial no ajustada en 2017, según el INE, ascendía al 13,5%. Si lo comparamos con la brecha salarial calculada sin tener en cuenta las jornadas de trabajo, supone un descenso de casi el 40%.

Pero ¿por qué el apellido de "no ajustada"? Porque, aunque hayamos eliminado la influencia que sobre el salario medio tiene el hecho de trabajar más o menos horas, esa variable todavía recoge otras circunstancias que justificarían objetivamente esas diferencias salariales como la cualificación -es objetivamente razonable que existan diferencias salariales entre médicos y enfermeras o entre ingenieras y mozos de almacén-, o el puesto de trabajo -diferencias entre un operario y un mando intermedio-, o el sector -diferencias entre el sector de limpieza y el sector de alta tecnología o industrial-, o el tamaño de la empresa -en empresas grandes el salario medio suele ser superior-, o la región geográfica -los salarios medios entre regiones son distintos-, o, finalmente, la discriminación pura y dura por razón de sexo, es decir, pagar menos a una mujer por el mero hecho de ser mujer realizando un trabajo de igual valor.

Es fácil deducir que, si consiguiéramos cuantificar la influencia que cada uno de esos factores tiene sobre la brecha salarial -es decir, ajustar su valor con esas correcciones, de ahí lo de "no ajustada"-, podríamos aislar qué parte de ese 13,5% de brecha salarial se debe realmente a la discriminación por razón de sexo o, dicho de otra forma, qué parte de la variable no se explica por factores meramente objetivos. No obstante la dificultad evidente de realizar esa cuantificación, existen numerosos trabajos científicos basados en técnicas econométricas que intentan llevarla a cabo, concluyéndose en la mayoría de ellos que la discriminación por razón de sexo es residual dentro de la brecha salarial total.

Sin entrar a valorar esos resultados -no es el objeto de esta entrada y literatura hay en la red para quienes tengan interés-, una conclusión evidente e incontestable de lo dicho hasta ahora es que brecha salarial no es sinónimo de discriminación salarial por razón de sexo, aunque ésta sea uno de los factores que contribuyan a que exista aquélla. Si su contribución es mucha o poca es un debate que, de nuevo y para el objeto de esta entrada, carece de interés. Porque -insisto para que no perdamos la perspectiva-, el objeto de esta entrada es explicar por qué la campaña que se desata todos los años alrededor de la brecha salarial es una campaña de desinformación. Y una campaña de desinformación tanto del bando que identifica brecha salarial con discriminación salarial por razón de sexo -lo que implicaría que el 100% de la brecha salarial se debe exclusivamente a cobrar distinto salario por trabajos del mismo valor-, como del bando que niega la existencia de brecha salarial.

Pues bien, con todo lo dicho ya, podríamos concluir sin dificultad alguna que unos y otros mienten. Si, además, lo hacen conscientemente, estamos ante una manifiesta campaña de desinformación. Veamos un par de ejemplos de los muchos que hay.

En la esquina de la izquierda tenemos, por ejemplo, a Íñigo Errejon, que ayer publicó un tuit que decía "Desde hoy hasta final de año las mujeres trabajan gratis. Por el mismo trabajo, cobrando de media menos que sus compañeros. No es casualidad: se llama brecha salarial, desigualdad y machismo. Y es intolerable". Es obvio que afirmar eso es equivalente a afirmar que el 100% de la brecha salarial se debe a discriminación por razón de sexo, lo que es absolutamente falso.

O a UGT, que ayer lanzó en Twitter el hashtag #YoTrabajoGratis que fue trending topic, con tuits de este estilo: "Las mujeres necesitamos trabajar 51 días más al año para ganar lo mismo que los hombres". O de éste: "Desde hoy, las mujeres empiezan a trabajar gratis hasta final de año, desde UGT denunciamos la brecha salarial que sufren las mujeres de nuestro país y que nos aleja de la igualdad real". O de este otro: "El trabajo a tiempo parcial es discriminación salarial si es involuntario".

Y en la esquina derecha, al conocido tuitero Israel Cabrera, con casi 43.000 seguidores y que no hace mucho afirmaba que "la brecha de género entendida como la entiende la UE es una falsedad estadística".

Juzguen ustedes mismos si todas esas afirmaciones son congruentes con las conclusiones que, objetivamente, arrojan los datos. Y juzguen si todos ellos hacen esas afirmaciones desde la ignorancia o desde una ideología mal entendida y una indecencia intelectual que es capaz de negar la realidad con tal de conseguir el aplauso de sus incondicionales. 



lunes, 9 de noviembre de 2020

Campaña de desinformación contra los expertos en desinformar que pretenden atajar la desinformación

La que se ha montado con la dichosa Orden Ministerial (OM) que, según dicen, instaura una especie de Ministerio de la Verdad.

Pero no hay más que echarle un vistazo al BOE que la publicó para concluir que esa norma no permite censurar ni prohibir opiniones, ni limitar Derechos Fundamentales como la libertad de expresión, ni multar o cerrar medios de comunicación. De hecho, permitir, lo que se dice permitir, no permite limitar ni sancionar absolutamente nada.

Lo que hace es crear un procedimiento y algún que otro comité de seguimiento que lo único que pueden hacer es leer las informaciones que se publican en medios, redes sociales, blog, etc., decidir si son falsas y, a partir de ahí, intentar desmentirlas con una campaña de comunicación. Algo que podrían hacer perfectamente sin esa OM. 
Porque opinar, algo directamente relacionado con la libertad de expresión, no es desinformar. Desinformar es dar información intencionadamente manipulada al servicio de fines concretos o información insuficiente o incompleta.

De nuevo, normas vacías que no sirven para nada. Bueno sí, para conseguir una llamativa casi unanimidad de juristas, medios de comunicación, asociaciones de prensa y oposición afirmando, sin un solo argumento jurídico, que el gobierno puede hacer todas esas cosas que he dicho que no puede hacer.

Llamativa, porque resulta paradójica la campaña de desinformación llevada a cabo por todos esos actores que he mencionado contra un procedimiento que pretende combatir las campañas de desinformación sin posibilidad alguna de sancionar ni prohibir nada. Una campaña de desinformación contra un gobierno -experto en desinformar-, que quiere atajar la desinformación

Y por cierto, manda huevos que me haya tocado el papel de defender al gobierno precisamente a mí.


jueves, 29 de octubre de 2020

De cuando da igual ocho que ochenta

En circunstancias normales, con una clase política personal e intelectualmente decente, me parecería una aberración democrática que el Congreso, sede de la soberanía y del poder legislativo, renunciara durante seis meses a controlar a un poder ejecutivo que en estado de alarma tampoco puede ser controlado por el poder judicial.

Pero este país lleva muchos años en circunstancias excepcionales, con una clase política de una indigencia intelectual y moral difícil de empeorar. Por eso, no me parecería menos aberración democrática que el poder ejecutivo tuviera que mendigar cada quince días en el Congreso -o cada mes, tanto da- el voto favorable a la prórroga del estado de alarma de nacionalistas, independentistas, izquierda radical o amigos de terroristas que vendan su voto a cambio de más dinero, más competencias o más poder.

Porque quien piense que puede aportar algún tipo de garantía el control que ejerza un Congreso compuesto por los escombros de una clase política que parece haberse marchado para no volver, es un iluso.

Y en ese punto estamos. Ese punto en el que el supuesto centro de gravedad de nuestra democracia -las Cortes Generales-, es un estercolero en el que se anteponen intereses personales y partidistas a los generales, en el que el poder legislativo se mimetiza con el ejecutivo y en el que aquél renuncia a su función de control sobre éste por un puñado de monedas. Ese punto en el que no se sabe si es mejor que el Congreso no controle al gobierno o que haga el paripé de que lo controla para provecho de los mismos de siempre. Ese punto, en fin, en el que da igual ocho que ochenta.

Por cierto, a los que están ahí los hemos puesto nosotros. Y se comportan así porque piensan -y hasta ahora con razón-, que comportándose así se ganan nuestro voto. Por si a alguien se le ha olvidado.